Volver a recordar
Seguimos compartiendo los textos recibidos dentro de nuestro concurso de relatos. Hoy os presentamos 'Volver a recordar'.
Por: Cristina Capilla Montes
Hospital del Sureste. Arganda del Rey, Madrid.
Elegí, hace tiempo, el coche como medio de transporte para ir a trabajar. En él, reviso mentalmente todo lo que tengo pendiente, hago las llamadas guardadas como recordatorio en el móvil y, a ratos, me animo a moverme al son de la radio cuando opto por proteger mi salud mental de las, demasiado a menudo, malas noticias de los informativos. Es en el coche y en el momento de conciliar el sueño, cuando me surgen de forma poderosa algunas de las ideas que me inspiran. A pesar de que no lo describo como ese lugar donde uno al fin se relaja, es precisamente ahí donde tengo la sensación de parar a reflexionar.
Hoy no siento deseos de bailar. El cielo está gris y la carretera se me antoja mas monótona que nunca. Siento que los ojos me pesan y unas irremediables ganas de llorar. Mi padre, que durante toda mi vida ha sido el espejo en donde me miro, esta a punto de dejar este mundo, desgarrándome por dentro. Casi nada avanza en este momento de imposible espera.
Llego al hospital. En la farmacia es como si nada se hubiera detenido. Somos pocos, menos de los que quisiéramos, pero el bullicio es el equivalente al de una multitud. Me coloco la bata mientras repaso mentalmente todos los requisitos para que nada se tuerza y es cuando encajo las mangas y se me desliza como rutinariamente algún bolígrafo del bolsillo al suelo, cuando siento que se me activa el modo adjunta. Sé funcionar así, en modos, que conviertan en compartimentos estancos mis distintas vidas. Que la adjunta no robe el tiempo a la madre, la hija...no viertan sus preocupaciones en la adjunta.
Estoy estudiando algunas interacciones de los nuevos fármacos comercializados y tratando de que se reflejen en los programas informáticos de prescripción. Oigo que alguien se mueve en el pasillo y me asomo. Se trata de un hombre joven que entra algo nervioso.
-Mi mujer ha sido ingresada en la UCI.- me espeta sin preguntar quién soy y obligándome a repasar mentalmente todas las caras conocidas de las personas a las que atiendo a diario, sin conseguir reconocer en él a ninguna. Al ver mi cara escudriñadora, trata de explicarse:
-Está entre la vida y la muerte. El martes tuvo un ictus cerebral. Los médicos me dan poca esperanza de que pueda salir. - sus ojos se enrojecen, brillando. Un rayo de esperanza recorre la sala. Los modos hija, madre, hermana…se conduelen súbitamente en mi interior, y me controlo para no romper a llorar con él- Tenía en el estuche de la pluma de la niña un teléfono de farmacia y decidí acercarme. Estaba subrayado y pensé que sería importante venir para que me informárais. Todo lo relacionado con la medicina de Sofía queda ahora en mis manos, hasta que mi mujer...-se interrumpe y una lágrima logra escaparse de sus ojos-...pueda encargarse. -acaba con firmeza. No pasa desapercibido para mí esas dos palabras con la que se dirige a Silvia. Evoco su juventud y me estremezco.
Le entrego toda la información relativa a los días de asistencia a farmacia y logro encontrar entre las millones de tareas, muchas de ellas menos productivas, hueco para mostrarle todo de nuevo. Se va agradecido, pero con la cabeza gacha.
Mi mente viaja tres meses atrás. Recordaba con detalle aquel día. Tenía citada en la consulta a una paciente cuya hija iba a comenzar tratamiento con hormona del crecimiento y todo debía salir bien. Recorrí en diagonal toda esa burocracia que no figuraba entre las razones por las que había elegido mi profesión: comprobar hora de citación, que no me coincidiera con alguna reunión repentina, de esas que te recuerda la alarma el móvil cuando menos te lo esperas. Que el listado con todos los pacientes citados para ese día estuviera en manos de los técnicos.. Ellos deben marcar con cruces todas y cada una de las personas atendidas, sin faltar el registro de ninguna de las actividades que hacemos. No salvando vidas (al menos de manera directa) toda actividad es susceptible de ser menospreciada si no está correctamente medida. La pluma para entrenar al paciente en su manejo tenía que estar disponible. Me distraje proponiéndome enseñar directamente al pequeño, si su edad y entendimiento me lo permitían, otras veces sus madres me lo habían agradecido. Sabía doblemente de lo que hablaba.
Y lo menos desdeñable de todo lo necesario: que la medicación nos hubiera llegado en tiempo y hora. Todo parecía en orden... Me permití un rato, !qué digo!, unos segundos de reflexión, mudándome inadvertidamente al modo madre. Omnipotente y omnipresente. Me detuve a pensar en algunas urgencias domésticas: la manera de asistir al mismo tiempo a la reunión de los niños y al lanzamiento del nuevo (y también omnipresente) antiviral contra la hepatitis C...me pregunté si la cuidadora se habría acordado de que ese día tenían que llevar el algodón al cole...Como aún no eran las 9, envié un Whats App de recordatorio.
Todo se agolpaba en mi cabeza cuando llegué a la sala de dispensación. Allí era como si todos los pacientes hubieran quedado para tomar un café antes de asistir a su recogida periódica de medicación. Eran ya muchos los que esperaban desde primera hora a ser atendidos y varios los que traían los habituales problemas añadidos: los de los que necesitan de más medicación que les ahorre visitas al hospital, los que se olvidan, intencionadamente o no, de su cita en la farmacia, los que se burlan de las matemáticas, afirmando tener cantidades imposibles de medicación en casa mientras aseguran ser 100% adherentes... No estaba de humor para litigios, la enfermedad de mi padre me había enseñado a empatizar con casi todo. Me escapé de algunos, aquel día me lo permití todo, sumergiéndome en el ordenador . Retoqué algún informe pendiente, resolví algunas consultas de las plantas de hospitalización y cuando colgué el último teléfono, cerré los ojos, tratando de evadirme del caos permanente que me rodea a todas horas. A medias estaba en todo, cuando me reclaman. Los pacientes de la hormona ya habían llegado. Era media hora antes de lo esperado, pero lo preferí, mejor que esperar.
Los padres suelen entrar en la sala aterrados. De manera global, su problema de salud no tiene grandes dificultades pero es el suyo y, lo que parece doler más: el de su hijo y eso para ellos cuenta, ¡vaya que si cuenta!
Se abrió la puerta y entraron dos mujeres:
-Buenos días- saludaron, esperando de pie una respuesta rápida.
-Buenos días – respondí, estirando a la vez el brazo que les ofrecía las sillas con las que contábamos.
- No es necesario, estamos bien de pie.- contestaron con pose despreocupada. Una sombra de enfado planeó en la mirada de la más joven.
Definitivamente, ninguna de ellas era la madre del Sofía, la niña que con 5 años iba a necesitar que la pincharan a diario para lograr crecer. Eso que otros a su edad consiguen comiendo aunque sin ganas y yéndose a dormir aunque sin sueño. Sin percibirlo, sin dolor . A ellas, esto no parecía empujarlas a sentarse conmigo a entender...
-¿Es alguna de uds. la madre de Sofía?- pregunté con respeto.
- Pues...no. Somos la hermana y la madre de su padre- aclaró la menor de las dos señalando ambos cuerpos con el dedo. La mayor parecía ajena a todo, como si no entendiera, poniéndose en manos de su hija que controlaba, aunque con aparente poco interés, la situación - Puedes contarnos eso a nosotras, que ya se lo decimos a su madre. Ella es enfermera y entiende- y abandonó con desgana el dedo sobre los dípticos cuidadosamente preparados.
-¿No sería posible que viniera su madre?- dije afectada por un ataque repentino de inconformismo.
- Nosotras no sabemos de ella...
- ¿No tienen su teléfono?- pregunté con perplejidad, algo molesta por tanta desidia.
- Si, pero no nos hablamos. Ella y su marido se van a divorciar, no se aguantan- y sonrió amargamente, ajena a la pluma, la medicación y todo lo que allí nos rodeaba...
Imaginé de repente a Sofía, con su pequeño tamaño y sus ojos despiertos rodeada de niños, todos más grandes que ella, en medio de una marea, agarrada a una madera para mantenerse a nado y no me gustó nada. Saqué el bolígrafo caedizo e improvisé una nota tras uno de los múltiples listados que solemos sacar a diario.
-Díganme el número- y apunté sin levantar ni un instante la cabeza mientras me lo dictaban. Después, me puse de pie y les acompañé a la salida sin mirar atrás. Dí las dos vueltas a la llave y abrí la puerta. Ellas me miraban perplejas. Me inventé una normativa, de las que manejo, la falsa me resultó más útil. - Imposible. Me gustaría, pero no puedo atenderlas. La normativa del Servicio dictamina que han de ser los padres del niño y no otros los que reciban esta información, lo siento. Me pondré en contacto con su madre de manera inmediata y lo solucionaré con ella. Muchas gracias.- y tras un respetuoso portazo, me deshice transitoriamente del entuerto.
Entré bruscamente en modo adjunta enfadada. Habitualmente entro en este modo cuando algún médico impertinente me llama al teléfono para ningunearme. Por fortuna, son los menos. En otras ocasiones, he utilizado este modo en contra de alguna directriz de organismos superiores que poco o nada saben de burocracias de farmacia, de tiempo útil invertido en los pacientes, de plumas que no llegan o pacientes que se burlan de las matemáticas. Procuro ponerme en este modo pocas veces con los pacientes. Por eso cerré la puerta, antes de cometer el error de enardecerme frente a ellos, que era lo último que deseaba.
Decidí que era ese el momento del descanso y avisé a mi compañera Ana para tomarnos un café. No en el estar, donde las interrupciones son permanentes, sino en la cafetería donde transcurrieron los 15 minutos más tranquilos de la mañana. Cuando retorné, había cogido fuerzas para llamarla. La madre de Sofía ya había intentado localizarme en mi ausencia y cuando respondió al teléfono estaba francamente enfadada. Respiré hondo mientras escuchaba su discurso: madre de dos hijas, en trámites para el divorcio, enfermera que sabía de lo que se trataba, sin tiempo libre para dedicarle a esto...preguntaba incrédula en repetidas ocasiones que por qué la obligábamos a venir. Además, era materialmente imposible asistir antes del cierre de la consulta a las 11. Por lo que no quedaría según ella otro remedio que entregarle la medicación a su supuesta familia.
Recordé a mi padre con su media sonrisa y volví a sentir el vacío que ya entonces comenzaba a invadir mis mañanas. "Vale más un gramo de miel que un kilo de hiel" decía cuando hablaba de la mejor táctica en las relaciones humanas, que dominaba y, forzando el mejor de los timbres de mi voz, modulé una respuesta:
-Silvia, -improvisé, leyendo su nombre rápidamente en mi nota- no te preocupes. Te comprendo totalmente. Debes estar muy ocupada, pero entiende que se trata de una pluma con unas características especiales que sería bueno que vieras. Es fácil que te pudieras confundir en su dosificación y sería una verdadera lástima, estando yo dispuesta a ayudarte. La hora no es un problema. Yo te espero hoy o mañana a la hora que puedas.- Se oyó un silencio en el infinito hilo telefónico que traduje como asombro. Puede que le hubiera transmitido la importancia de lo que teníamos entre manos o se hubiera visto sorprendida con mi inesperada disposición a ayudarla y, aunque volvió a tratar de persuadirme, para cuando me tocaba hablar a mí, ya había decidido venir a verme.
Eran, aproximadamente, las 2:30 cuando tras validar 50 camas de hospitalización, avisar de los posibles errores de medicación a 2 enfermeras, recuperar un preparado de oncología que ya debía estar en la planta y no aparecía y cargar los pyxis de medicación necesaria, me avisan de que una paciente espera en la puerta. Silvia, una mujer en la treintena, entró nerviosa respirando rápido y con el habla acelerada. Se estiró y, tras mirarme, aceptó de inmediato mi invitación a sentarse. Yo respiré, instintivamente, con alivio. Se había disipado parcialmente su tono beligerante y parecía dispuesta a conversar.
Tras una introducción y explicaciones mutuas sobre la situación que había originado el conato de conflicto, saqué todos los utensilios y folletos para enseñarle el manejo de la medicación. Extraje la pluma de su estuche, la abrí por donde se dosificaba, giré la rueda, puse la aguja, y tras una demostración y algunas preguntas ya todo fluía. Ella me seguía atentamente y en un determinado momento, cogió con arrojo la pluma cargada de placebo para emularme. Luego le conté algunas posibles, pero extrañas complicaciones y consejos. Cuando acabé, ella ya me miraba con una sonrisa.
-Gracias- me dijo- está claro que tenías razón. Me hubiera vuelto loca al intentarlo por mi misma, te lo agradezco de verdad- una corriente de satisfacción recorrió mi vacío, llenándolo otro poco.
Ahora todo aquello me parece que sucedió hace una eternidad. No consigo, ni tampoco lo intento en los próximos días despegarme, farmacéuticamente hablando, de su cama de UCI. Sus nutriciones parenterales, sus bombas de fármacos vasoactivos, la validación de sus órdenes médicas, las posibles interacciones en la prescripción. Rememoro algunos instantes dolorosos de la enfermedad de mi padre, pero ahora me siento útil. No logro tampoco desligarme de la que él ocupa a kilómetros de aquí que me resultan lejísimos: Ahora mis dos modos fundamentales son sólo uno. Irremediablemente, llega la llamada que hubiera preferido no recibir jamás. No logro resignarme a tener dentro este agujero negro, este vacío aparentemente insuperable de la pérdida. Pero algo dentro me serena, tanto es lo que me deja...Todo parece haberse acabado pero siento como que algo empieza.
Durante unos días tengo que ausentarme y no me queda otro remedio que desligarme de la causa de Silvia. A mi vuelta, demasiadas son las cosas que han cambiado aunque yo hago como que soy la misma. Los técnicos me informan de que hay alguien quiere hablar conmigo. Como otras veces, les digo que pase. Entra en la sala una Silvia algo más lenta con paso más calmado y torpe que la primera vez que la vi, pero sigue siendo ella. Su presencia me alegra. Ha tenido que volver a empezar de nuevo, volver a aprender a hablar, a andar...Volver a nacer: así es como vive lo que le ha sucedido. También ha tenido que volver a empezar a amar junto a él. Vuelvo a retomar los folletos y yo también vuelvo a empezar: mi modo adjunta, mi modo madre ambas se encuentran separadas de nuevo, momentáneamente tranquilas antes de un inminente nuevo caos.