El castillo imaginado

Hoy terminamos de compartir los relatos recopilados en nuestro concurso con 'El castillo imaginado', firmado por el presidente de nuestro Comité Ejecutivo. ¡Disfrutad!

Por: Javier García Pellicer

Hospital La Fe, Valencia


—Bibibi, bibibi—el sonido de la vibración del móvil encima de la mesilla le despertó.

—Pero, ¿quién será a estas horas?—pensó Víctor mientras se incorporaba a mirar la pantalla.

Conforme vislumbró la notificación en pantalla, su cara fue cambiando. El inconfundible logo del WhatsApp denotaba la naturaleza familiar del medio de comunicación, pero la ausencia de remitente, y sobre todo el extraño contenido del mensaje le dejaron sorprendido.

  • S42°20'13.9"N
  • 1°39'40.8"W
  • SS

— ¿Quién habrá sido el gracioso?— masculló entre dientes, mientras dejaba el móvil y volvía a acostarse.

Le esperaba un día duro en el hospital, y en un par de horas tendría que levantarse. Cerró los ojos y volvió a dormirse, aunque en sueños convulsos juraría que pudo ver y escuchar a una bella dama de aspecto típicamente irlandés escribiendo números etéreos en muros fantasmales que lentamente desaparecieron en retazos de brillos aleatorios al sonar el despertador.


Ana había llegado hacía ya un buen rato al Servicio de Farmacia Hospitalaria, cuando Víctor entró al despacho que compartían. Aunque en un tiempo lejano, cuando Ana era residente, Víctor le había inculcado las virtudes de llegar pronto para poder planificar el día con tranquilidad, desde hacía un par de años Víctor había perdido su propia costumbre.

—Buenos días—dijo Víctor mirando a Ana.

—Buenos días, menuda cara llevas. ¿Has dormido mal?, o por fin te has decidido a salir de fiesta…—contestó Ana con cierto sarcasmo.

—Anoche me pasó una cosa muy rara—dijo Víctor mirando con seriedad a Ana.

—¡¡Quedaste con una chica!!, no me lo puedo creer…—contestó de inmediato Ana mientras se empezaba a reír suavemente.

—No, no es eso. Recibí un WhatsApp bastante raro—dijo Víctor, mientras Ana, circunspecta, le miraba fijamente sin mover un solo músculo facial.

—Víctor, me parece que estás peor de lo que pensaba. Probablemente para ti sea raro recibir un mensaje de WhatsApp, pero te aseguro que para el resto de la humanidad es de lo más normal—le espetó Ana, con condescendencia.

—Que no, que no es eso—insistió de nuevo Víctor que empezaba claramente a impacientarse.

—Que recibí un mensaje sin ningún remitente y con unos números muy extraños. Mira…—terminó de decir Víctor mientras le enseñaba la pantalla de su móvil a Ana, que la miró con curiosidad.

—Hombre, un poco extraño sí que es, la verdad. Lo del remitente puede ser simplemente un fallo de WhatsApp, o algún pirata, o que te haya llegado un mensaje técnico interno de la aplicación o algo así. O igual es uno de esos mensajes geo localizados, no sé, parecen unas coordenadas, ¿no?...—dijo Ana, buscando una explicación racional.

—No sé, puede ser—dijo Víctor—Y eso de la SS, ¿qué es?, ¿un mensaje de un grupo de neonazis?…

—No se Víctor, igual solo es una broma pesada de algún graciosillo—musitó Ana.

—Sí, es lo más probable—contestó despacio Víctor,—pero el sueño, no me lo quito de la cabeza—terminó por sentenciar.

— ¿Sueño, que sueño?...—preguntó Ana sorprendida.

Víctor le contó con toda suerte de detalles el sueño que había tenido justo después de recibir el mensaje. Ana, sorprendida, le escuchaba con atención. En otras circunstancias se habría reído a carcajadas y lo habría achacado a una cena en mal estado o vete a saber a qué, pero en esta ocasión sin saber si bien por no molestar a Víctor o porque notaba con extrañeza que le costaba articular palabra, no dijo nada y tan solo asintió con la cabeza.

La entrada de la supervisora preguntando cómo iban esas preparaciones de quimioterapia acabó con la conversación, aunque justo antes de iniciar la validación del siguiente paciente, Ana pensó en voz alta, sorprendiéndose a sí misma por ello:

—Quizás deberías comprobar si realmente son coordenadas y a qué lugar corresponde.

—Ya veremos—contestó muy bajo Víctor, ya enfrascado en su nuevo paciente.


Tras la enésima vuelta en la cama, Víctor abrió los ojos y se quedó mirando al techo. Quizás tan solo fuera un reflejo mal interpretado de la luz de la calle, pero no dejaba de ver el dichoso mensaje de WhatsApp flotando. Su voz interior insistía, su racionalidad se oponía.

—Vale, está bien, voy a comprobar si son unas coordenadas—se dijo a sí mismo, mientras se levantaba de la cama y se dirigía al iMac que reinaba en la mesa de la habitación de al lado.

—Y, a todo esto, ¿cómo se comprueba si son unas coordenadas?—se preguntó en voz alta mientras la playa del fondo de pantalla volvía a la vida.

—A ver si hay suerte—pensó, mientras tecleaba la pregunta en Google.

Resultó ser bastante más fácil de lo que creía. De las más de medio millón de respuestas de Google, la sexta especificaba como localizar unas coordenadas en Google Maps. Tan sencillo como introducirlas en el campo de dirección de la propia aplicación. Así, tras picarlas, cerró los ojos y presionó sobre el botón de “Buscar”.

—¡¡Anda ya!!— espetó.

No solo eran unas coordenadas, sino que además marcaban un punto situado a unos 450km de distancia de su posición. Aumentó el zoom del mapa de Google lo suficiente para ver que marcaban un punto muy próximo a Caparroso, en Navarra, pero no en el propio pueblo. Concretamente marcaban una iglesia, la Iglesia del Cristo, edificio del siglo XIV, que actualmente se reduce a unas románticas ruinas, cuya vigorosa presencia destaca sobremanera en el árido paisaje que la rodea, tal como pudo ver y leer en un artículo que localizó rápidamente.

—¡¡No estarás pensando en serio ir a visitar una iglesia derruida en mitad del monte a 450 km de aquí!!—musitó Víctor, martilleado por su racionalidad, mientras miraba fijamente en la pantalla la foto de la iglesia que a duras penas mantenía en pie un par o tres de muros.


—¡¡Sabes que se trata de una iglesia, semi derruida y hecha polvo, en lo alto de una sima al lado de un pueblo de Navarra!!—le dijo Víctor a Ana, mientras cargaba en pantalla un nuevo ciclo de quimioterapia prescrito a un paciente.

—¿Qué?— preguntó Ana sorprendida desde el ordenador de enfrente.

—¡¡Que tenías razón!!, que eran unas coordenadas, de una iglesia en Navarra. Anoche las localicé en Google Maps—le explicó Víctor.

—¡¡Genial, entonces está aquí al lado!!—le contestó Ana.

Víctor abandonó lentamente la mirada de la pantalla mientras su dedo índice presionaba ligeramente el ratón para validar el tratamiento del paciente, y se volvió hacia Ana con cara de sorpresa.

—No estarás pensando en que voy a ir a ese sitio, ¿verdad?—le respondió lentamente.

—¿Por qué no?—espetó Ana.—Si no vas siempre te quedará la duda, y si me dijeras que está a la otra parte del mundo, pero Navarra está aquí al lado. Además si no recuerdo mal todo el camino es autovía o autopista—continuó diciéndole Ana.

Víctor la miraba con incredulidad.

—¡¡Vamos Víctor!! No me digas que no tienes ni un poquito de curiosidad siquiera—siguió Ana enfatizando sus palabras.—¿qué pierdes con ir?, o mejor aún, ¿qué cosa tan importante tienes que hacer en vez de ir a ver ese sitio?, porque sinceramente desde el divorcio estás como aletargado. Tan claro que lo tenías que te habías equivocado, que no era ella, bla, bla, bla… Llevas casi dos años encerrado en tu casa y en ti mismo.

—Además—prosiguió Ana,—¿A cuanta gente conoces que le llegue un mensaje de WhatsApp sin remitente?, porque yo no conozco a nadie, y por lo poco que busqué en Internet ayer cuando me lo contaste no es algo precisamente habitual. Y aunque no estoy de acuerdo, y lo sabes, ¿no eras tú quien decía que las cosas siempre pasan por algo?, pues igual resulta que es tu destino.

—Y si no lo es, pues simplemente habrás hecho una bonita excursión. Mañana es sábado, ¿tienes un plan mejor que ir a Navarra de visita?—terminó de decir Ana.

—Me lo pensaré—acertó a decir Víctor que de la incredulidad había pasado al estupor.


Las palabras de Ana le habían alcanzado más profundo de lo que hubiera querido. Las heridas del divorcio habían cicatrizado pero a un coste emocional demasiado elevado que había acabado con sus ilusiones y su fe en alcanzar a vivir la vida que quería vivir, al menos aparentemente.

Unas horas después, las palabras de Ana, el dichoso mensaje y la dormida esperanza en un futuro mejor, se aliaban en frente común que desafiaba su racionalidad. Víctor abrió un armario hace mucho tiempo cerrado, ese en que guardaba uno de sus pequeños tesoros, el de las grandes ocasiones, su botella de Yamazaki de 18 años, la joya japonesa que ponía en entredicho cientos de años de tradición escocesa. Un par de dedos y un hielo, auténtica y mágica mezcla alquímica. Pocos sorbos después, en sinergia con notas de melodías románticas y victoriosas vibrando en la habitación, la inesperada alianza obtuvo su primera victoria.

—Está bien, iré—asumió Víctor en voz alta.


Las seis de la mañana. El frescor nocturno envuelto en notas de azahar propias de la época le agasajó la cara y el espíritu.

—Seguro que no hay nada, pero al menos esta noche ya podré dormir—pensó mientras arrancaba el coche y su racionalidad desafiaba la decisión tomada expresando muy a las claras que podía haber perdido una batalla, pero para nada la guerra.

La oscuridad rota del alba le vio pasar camino de Teruel. Los kilómetros caían y la autovía conservaba una maravillosa soledad. Salidas, carteles anunciadores, puentes, y un sinfín de líneas discontinuas le llevaron a bordear Zaragoza justo antes de girar hacia el Norte. El omnipresente Moncayo, cuya cumbre aún nevada brillaba iridiscente con los rayos casi horizontales del sol, le trajo a Víctor recuerdos de los veranos de su niñez en el pueblo de sus padres.

—¡¡Pues no me abre perdido veces en él!!—pensó Víctor mientras lo miraba pasar, con una leve sonrisa en su cara.

Aún bajo la supervisión de la montaña, tocaba girar hacia la derecha, dirección Pamplona. Y poco después la salida de la autopista, la carretera comarcal y el pueblo, el destino marcado en el navegador. Y a lo lejos la vio, erguida desafiante en lo alto del montículo, la Iglesia del Cristo. Sería la luz, sería la hora, o simplemente sería magia, pero al verla, la ansiedad de Víctor se atenuó. Y finalmente lo aceptó, algo lo había traído hasta allí, solo esperaba ya saber el qué o el porqué.

Aparcó lo más cerca que pudo, pero aunque escasa la distancia en horizontal, en vertical se antojaba bastante mayor. Víctor dio una vuelta a la Iglesia de la Santa Fe, sin poder evitar la sonrisa cuando vio su nombre en un cartel, hasta encontrar el camino de subida, tal como había leído en Internet.

Era una mañana fresca, pero agradable al abrigo de los rayos del sol, lo que facilitó en gran medida la subida por el camino donde las estaciones del rosario marcaban en silencio la distancia para llegar al destino final.

Tras algún resbalón seguido del consiguiente juramento, con algunas gotas de sudor corriendo libres por su sien y con la respiración entrecortada, indicador objetivo de su cuestionable forma física, Víctor Alvia se encontró frente a frente con sus coordenadas misteriosas.

Se acercó despacio al acceso vallado, sujeto con un candado cerrado, que se anclaba en las propias paredes de la Iglesia.

—Madre mía, está hecha polvo, aunque aún mantiene un cierto encanto—pensó, mientras su mirada recorría los muros perimetrales con dos capillas anejas en el anti presbiterio, y la parte de la capilla mayor y la torre que aún permanecían en pie.

Volvió a mirar con sumo cuidado al menos en dos ocasiones más, y aunque el hallazgo de una lápida entre la maraña de la vegetación, signo de que la iglesia se había usado como cementerio, por un instante pareció importante, no alcanzó a ver ningún detalle que pudiera ni de lejos arrojar luz sobre que significaba la tercera línea del mensaje, la SS.

Ante el fracaso de la inspección interior comenzó la exterior, bordeando el perímetro de la Iglesia al menos en la parte en que era posible, al estar parte de la misma en el borde de la montaña. La sobriedad cansada de los muros, su fortaleza emanada de su resistencia, y su forma de perfilarse con las hermosas vistas del río Aragón y de su ribera por un lado, y con el paisaje lunar más propio de Las Bardenas Reales por otro, consiguieron que Víctor apreciara toda su ecléctica belleza, a pesar de la desazón creciente de no encontrar ninguna referencia a que podía significar SS, ni a ninguna otra cosa.

Tras un par de decepcionantes vueltas, Víctor se sentó, abatido, a contemplar el río Aragón, mientras su racionalidad encontraba caminos para campar a sus anchas.

—Menuda pérdida de tiempo—pensó, sin notar que unos ojos le observaban desde hacía un rato mientras subían por el mismo camino que él había sudado minutos antes.

—Hola

Víctor se volvió sobresaltado porque ensimismado en sus pensamientos no había oído llegar a nadie. Su mirada se cruzó con la de ella, y solo fue necesario un instante. Perdido en la profundidad de sus ojos miel azabache, sintió como la mirada de aquella desconocida le desbordaba, le atravesaba y le dejaba sin palabras. Melodías desencadenadas comenzaban a fluir en total plenitud, notas íntimas y armónicas acompañaban la inflexión existencial. No necesitó mas tiempo su alma para gritarle en silencio, —¡¡la has encontrado!!.

— ¿A que es precioso este sitio?—musitó la desconocida.—Muy poca gente sube hasta aquí—continuó diciendo con suavidad contenida.—A mí me encanta, desde niña subo siempre que puedo.

—Sí, no me extraña, es precioso—acertó a balbucear entrecortado Víctor, levantándose del suelo, aún completamente perdido en sus ojos.

La desconocida le sonrió aún con más intensidad. Y sin saber que fuerza le impulsó a hacerlo, y sin saber porqué, y sin poder evitarlo, suponiendo que hubiese querido evitarlo, su boca musitó….

—Me llamo Sofía…. Sofía Saralegui…


—¡¡Sofía!!, hija mía, ¿dónde te has metido?.

La llamada de la madre de Sofía retumbaba por las paredes de la Abadía de Kylemore en el Parque Nacional de Connemara en Irlanda, destino de las vacaciones familiares.

—¡¡Estoy aquí!!—escuchó la madre mientras cruzaba una puerta saltando hacia ella una risueña niña de pelo largo y moreno en los albores de la adolescencia, ataviada según los cánones de la moda de finales de los noventa del siglo XX.

— ¿Qué estabas haciendo?—preguntó la madre.

—Ver si la leyenda era cierta. He ido a la Piedra de los Deseos a pedir uno—contestó Sofía.

—Y, ¿qué has pedido, amor mío?—le preguntó sonriente la madre mientras la abrazaba cariñosamente.

—No, nada…—musitó Sofía—solo que mi príncipe azul venga a buscarme a mi castillo—terminó de decir, mientras su sonrisa ejercía de coro perfecto a sus preciosos ojos miel azabache.